En tiempos de fotos o videos virales, de los que ensucian carreras impolutas, nunca se filtró una foto del doctor Sanguinetti en la que no estuviera vestido de traje. Da la impresión de que este hombre se despierta y se pone una camisa, elige el vestido del día y una corbata a tono. Ser y parecer, aquello de la mujer del César romano.
Sanguinetti, a quien sus allegados todavía llaman “presidente”, tiene 84 años y una carrera política de varias décadas. Es, en Uruguay y Latinoamérica, la representación del estadista por antonomasia. Fue legislador, ministro de Industria y Educación, fue el primer presidente de la República Oriental del
Uruguay tras su restauración democrática en 1985 (y vaya si tuvo que ver en esa salida de la dictadura). Como en Uruguay no existe la reelección, en noviembre de 1994 volvió a ganar y en marzo de 1995 asumió nuevamente como primer mandatario.
Se codeó con François Mitterrand, se hizo amigo de Felipe González, de Fernando Henrique Cardoso, de Octavio Paz, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez. Y siendo agnóstico y un defensor a ultranza de la laicidad, en su época fue el presidente latinoamericano que más veces se reunió con Juan Pablo II. Amante de la lectura –especialmente los textos históricos– y la pintura, este viejo dirigente todavía reniega y se malhumora con Peñarol, una “pasión cuasi religiosa” que escapa a la racionalidad.
Más allá de todos sus oropeles y reconocimientos en el mundo entero, Sanguinetti dice que su primera gran vocación fue el periodismo. Es más, todavía hoy se dice periodista. Ya no va con la libreta de apuntes a hacerles preguntas a veteranos dirigentes, como cuando era joven y abordó a Fidel Castro en el auge de la revolución cubana. Ahora escribe editoriales de opinión en El País de Uruguay, La Nación de Argentina, El País de España, o donde le den un espacio. En sus años mozos, se le metió de prepo [de vivo] en un ascensor a Fidel y le dijo que en su país no terminaban de entenderlo. Con la provocación, consiguió una hora y media de entrevista con el líder vestido de verde oliva, donde apenas lo dejaba meter algún bocado, recuerda.
Tras desilusionarse de la revolución cubana a la que analizó como cronista in situ, Sanguinetti fue dejando el periodismo para involucrarse de lleno en la política. Lo hizo en el histórico Partido Colorado (derecha o centroderecha), al influjo de Luis Batlle Berres, expresidente en los años cincuenta y padre de otro presidente, Jorge Batlle (2000-2005). Sanguinetti promovió una amnistía a presos políticos y fue uno de los mentores de la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado que indultara a los militares por los crímenes cometidos en la dictadura. Así selló lo que él llamó “el cambio en paz”, eslogan con el que ganó las elecciones de noviembre de 1984 y se puso la banda presidencial cedida por militares, en marzo de 1985.
Destaca de su segundo mandato el impulso de una ley forestal, una ley de zonas francas, una reforma de la seguridad social y una profunda reforma educativa que amplió la educación a niños de entre 1 y 5 años y creó las escuelas de tiempo completo.
Alguna gente dice: ‘Pero los políticos hoy se abrazan y mañana discuten’. ¡Sí, señor! ¡Esa es la democracia! Tenemos que saber discutir y saber abrazarnos.
En Uruguay, sus detractores le achacan una clara falta de iniciativa para la búsqueda de detenidos desaparecidos durante la dictadura (1973-1984), pero Sanguinetti no se hace cargo. Dice que hizo lo que pudo, con la poca información con la que contaba. “No es verdad que no se hizo nada. Se hizo una investigación en Buenos Aires para buscar a la niña Mariana Zaffaroni, y se la encontró. Y el gobierno hasta contrató un detective para hacer la pesquisa. En las búsquedas de acá, es evidente que estábamos en un tiempo distinto. Para empezar, al inicio del gobierno ni siquiera había cuestionamientos a los militares. Los cuestionamientos y las denuncias fueron viniendo después. Se hizo lo que se pudo”, dijo.
Intelectual de fuste y reconocido en el mundo entero, no solo por sus pobladas cejas (tan tentadoras para caricaturistas), hoy encanecidas, Sanguinetti dejó en octubre su banca en el Senado el mismo día en que también lo hizo un viejo enemigo en el plano de las ideas, José Mujica Cordano.
El 20 de octubre pasado, Mujica y Sanguinetti se fundieron en un abrazo que recorrió el mundo, gesto que pretendió ser ejemplarizante, promovido por dos viejos experimentados de la política. Más allá del respeto y la fraternidad, a Sanguinetti le interesa dejar claras algunas cosas: los tupamaros no enfrentaron a la dictadura, como repiten algunos jóvenes trasnochados. El movimiento guerrillero tupamaro estaba maniatado cuando llegó el golpe de Estado por la “embriaguez de los militares” que querían ser los “salvadores de la patria” y se atornillaron al sillón del poder por la fuerza.
Hoy, este hombre que vive de traje todo el día está expectante por la última temporada de The Crown en Netflix, relee a Kant y tiene en su mesa de luz Desobediencia civil y libertad responsable, el último libro que le mandó dedicado el sociólogo argentino Juan José Sebreli.
De derechas e izquierdas, de Fidel, del Che, de Mujica y su poder de comunicación, de su amigo Álvaro Uribe Vélez y el elogio que le dispensó Gabo en una charla íntima en México, y del pentacampeón de América (hoy caído en desgracia) Club Atlético Peñarol, habló el expresidente Sanguinetti en un living atestado de libros y cuadros.
En 1959, usted viajó a Cuba como periodista a cubrir la revolución. Y un año después fue a cubrir la cumbre de cancilleres de la OEA en Costa Rica, evento en el que se censura a Cuba por haber establecido relaciones con la URSS. ¿No se dejó enamorar por la revolución o en ese momento usted también cayó bajo su embrujo?
Cuando fui a Cuba en 1959 escribí una serie de notas. Al volver, en el aeropuerto me esperaba Marta [la historiadora Marta Canessa, su novia de entonces, es su esposa desde hace 40 años] y me dijo: “¿Qué te pasa? Que notas tan frías, tan llenas de prevenciones”. Y le dije: “Mirá, me pareció intuir que estamos en el embrión de una gran dictadura y que Fidel está más cerca de ser un caudillo latinoamericano clásico que otra cosa”. En aquel momento no percibí que aquello fuera hacia un socialismo propiamente dicho o hacia un marxismo o comunismo de tipo soviético, pero sí percibí el fuerte ingrediente autoritario, la corriente autoritaria que se respiraba por todos lados, porque todo aquel que no pensaba lo mismo que los discursos interminables de Fidel era un “gusano” vendido al Imperio. Todavía no había aquella ruptura con los Estados Unidos.
¿Ni siquiera en el primer momento se dejó enamorar por la revolución?
En el primer momento todos nos enamoramos de la revolución. En el primer momento, ¿quién no se enamoró? Porque además toda la poética legendaria estaba instalada, hasta estéticamente: las barbas, las boinas, la juventud contribuía a eso. Como periodista voy, veo, analizo, hablo con gente, y me encuentro con Fidel una noche en el hotel. Él todavía estaba en el viejo hotel Habana Hilton que hoy se llama Habana Libre. Una noche, yo estaba ahí, se abre la puerta del ascensor y lo veo a Fidel con su guardaespalda. Me mandé para adentro como buen periodista y le digo: “Fidel, ¿cómo anda? Mire, se lo digo rápido: en mi país todo el mundo ha mirado con simpatía la revolución, pero no entendemos mucho que se haya sustituido tan rápidamente al presidente, a un civil, un juez independiente, honesto, que fue el que los liberó a ustedes”. Me dijo: “Mira, chico, yo te voy a explicar”. Paró el ascensor, bajamos, me tuvo hablando una hora y media, era casi medianoche…
Usted fue ministro de Industria y Comercio a finales de los convulsionados años sesenta. Tiempos en los que se empezó a gestar la violencia en Uruguay: el advenimiento del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T) en 1963, las movilizaciones estudiantiles y una fuerte represión policial.
Los tupamaros comienzan su actividad en 1963 bajo un gobierno nacionalista colegiado, tan poco personalista y autoritario como que no había presidente de la República, si no que era un areópago [tribunal supremo] de nueve nobles que manejaban el país. Solo se explica aquello por una radicalización ideológica que nace en la revolución cubana y que lo lleva a esa acción totalmente alejada de la realidad. En el año 61, vino el ‘Che’ Guevara a Uruguay y claramente dice que si hay un país donde no puede haber una revolución es en Uruguay porque es el país más democrático de América Latina. Lo dice así. La palabra del ‘Che’ me parece que es más importante que todas las elucubraciones que se puedan hacer. El ‘Che’ en ese sentido en Uruguay dice: “Me precio de conocer toda América Latina y digo que este es el país más democrático, cuidado con la violencia. Cuando se empieza el primer disparo, nunca se sabe cuándo será el último”. La acción guerrillera sigue en el 64, y en el 65 y en el 66 ya con otro gobierno, luego viene la presidencia de Óscar Gestido, un militar dedicado a la política. Muere Gestido y asume Pacheco. Ahí venía ya recrudeciendo el movimiento guerrillero, subversivo. Y Pacheco hizo lo que hubiera hecho cualquier presidente democrático, que es defender la institucionalidad democrática. Cuando alguien enfrente rompió el diálogo, cuando alguien en frente, en un país con una tradición tan asentada como la nuestra, con libertades totales de expresión de pensamiento y la vida política, se lanza a la violencia, el Estado tiene que defenderse, y eso es lo que hizo Pacheco.
¿Y eso de que la clase política ya estaba corrompida y los partidos eran corruptos?
Lo de corrompida es una expresión en la cual coincidieron los militares golpistas y los tupamaros terroristas. Ambos hicieron la revolución en contra de la democracia y como todos los totalitarios invocaron la corrupción de lo político, que es lo mismo que invocaba Hitler con la República de Weimar. Siempre les atribuyen a los titulares del poder democrático todos los males, lo cual legitima tirar abajo las instituciones democráticas para abrir el espacio de la revolución salvadora, llámese nazista, fascista, marxista, comunista, fidelista o como quiera llamarlo, y así se va emparentando. Por eso es que en aquel momento incluso –muy a diferencia de las cosas que suelen hablarse– hubo una gran conmistión entre algunos grupos militares con los propios tupamaros, aún con los tupamaros presos. Coincidían en la enemistad del sistema y en la acusación a los políticos. A todos nos dieron vuelta de arriba para abajo y de costado y nunca pudieron encontrar los fenómenos de corrupción que repetían como un eslogan.
Entonces le digo: ‘¿Y Colombia, maestro?’, y para mi sorpresa, Gabo me dice: ‘Mire, yo pienso que Colombia precisa un tipo con huevos, y ese hoy es Uribe’. Era la primera candidatura de Uribe.
Fue protagonista fundamental del llamado Pacto del Club Naval con los militares en busca de una salida democrática, pacto que excluyó al Partido Nacional. ¿Cómo les explicaría esta vital reunión a los lectores colombianos?
De una forma muy sencilla. En la dictadura se había iniciado un proceso de institucionalización. En 1982, plantean una propuesta constitucional y la plebiscitan, de modo que intentan institucionalizar un retorno a una democracia recortada con una presencia militar institucionalizada al lado de la Presidencia. Pinochet había ganado uno parecido en Chile. Acá la dictadura pierde el plebiscito, y lo reconoce. Entonces admiten reabrir la actividad de los partidos, pero como no reconoce a los dirigentes, se hace una elección interna en los dos partidos tradicionales (Blanco y Colorado) y de la Unión Cívica, no de la izquierda todavía. Ahí, entonces, aparecen nuevas autoridades y comenzamos una negociación. A su vez, en el Ejército había nacido claramente una división, había algunos partidarios de quedarse en el poder y otros de salir. Entre nosotros, a su vez, nacieron también dos estrategias: los partidarios de seguir golpeando hasta que cayera la dictadura o los que pensábamos que un acuerdo honorable y que nos permitiera retornar a la democracia con dignidad era el mejor camino. En el Club Naval se pacta el día y la hora que termina la dictadura luego de unas leyes democráticas.
Fue electo presidente de la República en noviembre de 1984 y se transformó en el primer presidente tras la restauración democrática. Su eslogan o leitmotiv era “El cambio en paz”. ¿Cómo lo podría resumir?
Se podría resumir que era el retorno a la democracia sin revanchismo. Con un clima de reconciliación que procuraba que quienes habían tomado las armas para sustituir la democracia por medio de la violencia o quienes en nombre del Estado luego habían cometido el mismo exceso, no debieran ser objeto de una persecución, sino que debíamos mirar hacia delante para no reproducir el clima de enfrentamiento del pasado.
Fue vicepresidente de Peñarol y hoy es presidente honorario del club, el más popular de Uruguay. Alguna vez escuché que su esposa no quería que usted aceptara un puesto en la Unesco, para poder asumir, algún día, como presidente de Peñarol. ¿Es cierto?
No, no, eso es fantasía. Peñarol es pasión pura. La pasión futbolística es una pasión desinteresada, inexplicable, sobre todo para quien vive en la sociedad desde una racionalidad abstracta. Peñarol es una gran pasión; yo diría que para nosotros es un sentimiento cuasi religioso.
Usted tiene una teoría: es más hincha de Peñarol que de la selección uruguaya, porque en el club se alienta a jugadores extranjeros y no afloran los nacionalismos como en los duelos de países. Explíqueme su postura.
La adhesión al club es la adhesión estrictamente deportiva, que se identifica con una institución popular. Las selecciones introducen el factor político, un factor de nacionalismo, un factor que hace que el día que jugamos los argentinos contra los uruguayos afloren sentimientos de descalificación de unos y otros. También pasa entre los peruanos y los chilenos, y a veces entre los colombianos y los venezolanos. Esa es la parte que no me gusta. Y se canta el himno antes de los partidos de selecciones… Los himnos no tienen nada que ver; a mí que me disculpen. En Peñarol los hinchas supimos idolatrar a un peruano como Juan Joya, a un chileno como Elías Figueroa o a un ecuatoriano como Alberto Spencer.
En febrero del año pasado recibió en su casa al expresidente colombiano Álvaro Uribe Vélez, y lo posteó en su Facebook. ¿De qué hablaron?
Con Álvaro Uribe Vélez tengo amistad de la época en que era gobernador de Antioquia, de modo que tuve una larga conversación con él. Le tengo un enorme respeto. Es un político con una enorme vocación de servicio que percibí entonces, cundo él sentía como una causa vital el enfrentamiento con la histórica narcoguerrilla. La última vez que vino, hace un año, hablamos de todas las cosas que se imagine. Como periodista y como político estoy tratando siempre de interpretar la historia y en consecuencia trato de superar las anécdotas.
¿Ha tenido contacto con Juan Manuel Santos?
Hemos tenido, últimamente tuvimos contacto, a raíz de la designación del presidente del BID. Firmamos un documento con Santos, Fernando Henrique Cardoso, Ricardo Lagos. Con Santos hablamos de que estábamos en contra de que América Latina no reivindicara la presidencia del BID, como era la tradición histórica.
¿Y sobre las Farc y el conflicto armado, nunca charló con él?
Lo hemos hablado muchas veces, por supuesto que sí. Si algo nos dice la experiencia es que extrapolar situaciones de un país al otro no es posible. La salida institucional después de la dictadura en el Uruguay fue distinta a la argentina, la argentina muy distinta a la chilena. En Argentina había habido una derrota militar en una guerra internacional del régimen militar que se derrumbó. En Chile fue una salida altamente condicionada en que el propio dictador siguió como comandante y jefe de las Fuerzas Armadas. En Uruguay hubo una salida negociada. O sea que la actitud frente a las dictaduras o las guerrillas fue distinta en cada lado y obedeció a la peculiaridad de cada uno. La situación de Colombia también es muy distinta, porque la violencia rural en Colombia tuvo una larga tradición muy particular. Y luego la connotación de una violencia guerrillera de tipo política, o del narcotráfico también, fue muy peculiar. Eso fue un fenómeno muy colombiano.
Mujica es un fenómeno de comunicación, que va más allá de la vida política. Sintonizó en este mundo de la sociedad del consumo, como una especie de gurú del despojo a los bienes materiales.
Se hizo amigo de Felipe González, de Octavio Paz, de François Mitterrand, de Juan Carlos Onetti, de Carlos Fuentes, conoció a Deng Xiaoping, tuvo una excelente relación con Juan Pablo II, quien visitó Uruguay dos veces. Están todos reunidos en su libro Retratos desde la memoria, de 2015. En ese libro también cuenta que fue amigo de José ‘el Mono’ Salgar, de Álvaro Mutis, y le dedica un capítulo a García Márquez. Allí usted recuerda un almuerzo en la casa de Ernesto Zedillo en el DF, donde Gabo alude a Uribe con palabras elogiosas…
Gabo no había ido a votar a Colombia varias veces. Estábamos almorzando en México en la casa de Zedillo, entonces le digo: “¿Y Colombia, maestro?” y para mi sorpresa, Gabo me dice: “Mire, yo pienso que Colombia precisa un tipo con huevos, y ese hoy es Uribe”. Era la primera candidatura de Uribe. No agregó más comentarios ni tampoco fue a votar a Colombia. [El libro agrega: “Ayudó a Uribe, sin embargo, en un intento de pacificación con el ELN, cuando recurrió a él para hacer un puente con Fidel”]. Me sorprendió, pero esa era su opinión en ese momento. Cuando se mira en perspectiva parece algo llamativo.
¿Llegó a entender por qué, a diferencia de Plinio Apuleyo Mendoza o Mario Vargas Llosa, Gabo nunca se distanció del régimen cubano de los Castro?
Porque Gabo, más allá de lo ideológico, tenía una enorme fascinación por el poder.
¿Por estar cerca de los poderosos?
No. Por el fenómeno literario del caudillismo. Él era un fascinado del poder, lo cual va desde Aureliano Buendía, pasando por Simón Bolívar en El general en su laberinto. Él tuvo esa fascinación con Fidel, que la mantuvo. Para mí, esa fue su aproximación. Después nos vimos muchas veces, hasta la última en la casa de Héctor Aguilar Camín y Ángeles Mastretta en México. Nos veíamos con frecuencia en esa época.
¿Es de los que creen que están vigentes los rótulos de izquierda y derecha en política?
Lo que se han caído son los catecismos, son las estructuras herméticas de pensamiento, hegeliana, marxistas. No se han muerto las ideas, las ideas políticas siguen existiendo. La democracia tiene dos elementos que son contradictorios: la libertad y la igualdad. La fraternidad, se supone, tiene que reconciliar dos cosas que van a estar siempre en puja, porque cuanta más libertad haya, más desigualdad va a haber, porque los hombres no somos iguales. La libertad va a hacer que unos sean más inteligentes que otros, otros más brillantes, otros más ricos que otros, otros más pobres que otros. Y desde el otro lado, el sentimiento de igualdad. Es en torno a esas dos ideas que en el mundo de la democracia se podía hablar de izquierdas o derechas. La patología de eso puede ser, en la izquierda, el marxismo, porque establece un sistema autoritario. Y la justicia social se cambia con la libertad. Pero dentro de la democracia existen matices diferenciales. Alguien más a la derecha va a atender a que el Estado lo más chico posible, alguien más hacia el centro o centroizquierda va a pretender que el Estado juegue un rol más importante. Nosotros tenemos una concepción del Estado mucho más de intervención del Estado que el Partido Nacional, con el cual somos socios hoy.
El 20 de octubre, tanto usted como José Mujica dejaron su banca en el Senado. No fue casual que dejaran el Parlamento el mismo día, fue buscado, y ese mismo día el abrazo entre ustedes dio la vuelta al mundo. ¿Qué representan ese abrazo y esa foto?
Pretende ser un mensaje a los jóvenes. Que entiendan que dirigentes políticos con una gran responsabilidad social, hemos discrepado y seguimos discrepando profundamente, dentro de la democracia estamos obligados a respetarnos y a sentir que hay lugares de la institucionalidad donde tenemos necesariamente que coincidir. Y que lo más importante de la democracia es preservar esos espacios. Alguna gente dice: “Pero los políticos hoy se abrazan y mañana discuten”. ¡Sí, señor! ¡Esa es la democracia! Tenemos que saber discutir y saber abrazarnos.
En Medellín vi un mural con el rostro de Pepe Mujica con una frase suya, en Brasil he visto gente con su cara en la remera y tiene admiradores por miles en Europa y Latinoamérica. ¿Está bien ganada la fama mundial de Mujica?
Mujica es un fenómeno de comunicación, que va más allá de la vida política. Es un fenómeno de comunicación muy particular. Sintonizó en este mundo de la sociedad del consumo, como una especie de gurú del despojo a los bienes materiales, y desde el poder político alguien que pretendía construir una vida alejada de las pautas de comodidad, bienestar y consumo porque hoy lo tiene. Ese fue su gran mensaje y su gran comunicación. Esa ha sido la razón de su éxito.
Usted no dejó la política. Se fue del Parlamento, pero continúa siendo secretario general del Partido Colorado. Continuará dictando conferencias y escribiendo editoriales de opinión en distintas publicaciones de América y Europa. ¿No se cansó de la política?
Uno no se cansa de batallar por las ideas, esa es la política. Yo soy, siempre he sido y seguiré siendo, muy afecto a la política de base, a la comunicación con la gente, a la política territorial. Lo que es el ejercicio del liderazgo, eso sí es cansador porque es una administración de vanidades, uno termina de psiquiatra de la corte, de las pequeñas cortes.
¿Seremos mejores después que aparezca la vacuna contra el covid-19?
Han aparecido muchas vacunas en el mundo. Para lo único que no hay vacuna es para la tontería.