El golpe en perspectiva

Por Julio María Sanguinetti (CORREO DE LOS VIERNES)

Estamos a 47 años del golpe de Estado. A 35 de ejercicio democrático luego del fin de la dictadura. Sin embargo, por una causa u otra, ese pasado sigue agitándose en el debate público y, como dice el periodista Nelson Fernández, «no es cierto que se hayan aprendido las lecciones del ´73».

Como bien señala Fernández, los que ejercieron la violencia, sea desde el intento revolucionario o el abuso golpista, siguen creyendo que actuaron con suficientes razones. Unos no asumen que llevaron el país a la desestabilización, luego de casi un siglo de paz; otros, no todos pero sí muchos del mundo militar, no reconocen que la dictadura transformó en víctimas a los victimarios de la democracia y cargó a las Fuerzas Armadas de la pesada mochila de las violaciones de los derechos humanos.

La cuestión es que solo quienes tienen más de 60 años tienen alguna idea de lo que ocurrió cuando el golpe y, sobre todo, en la situación que le antecedió. La nueva generación ha escuchado relatos que, en la cultura frenteamplista predominante en los medios docentes e intelectuales, están teñidos de una grosera parcialidad.

Estos días se han hecho evocaciones y del lado frenteamplista ha quedado claro que siguen al pie de una visión tergiversada de la historia que, más allá de interpretaciones, debería partir -por lo menos- de la verdad de los hechos. Éstos nos dicen que, en febrero de 1973, cuando realmente se produce el golpe, todos ellos, el Frente Amplio todo, el Partido Comunista, el Demócrata Cristiano, el Partido Socialista y la CNT alabaron el programa golpista de los militares insurrectos contenido en los famosos Comunicados 4 y 7. Repitámoslo: el golpe comenzó en febrero, si entendemos por golpe de Estado la insubordinación del poder militar contra el civil, que fue lo que ocurrió entonces, cuando los mandos militares desacataron al Ministro designado por el gobierno, sacaron los tanques a la calle y llevaron al Presidente constitucional a aceptar sus condiciones.

El rechazo y las manifestaciones de hoy tendrían valor si fueran la consecuencia de ese reconocimiento. Pero no es así: se ignora que aceptaban el golpe si se les incluía en un «gobierno nacional y popular» de los «civiles y militares honestos».

Cuando uno señala estos hechos, de inmediato saltan, incluso historiadores, diciendo que esto es reconocer la «teoría de los dos demonios», atribuyendo toda la responsabilidad a la guerrilla armada y a los militares. Más allá de cualquier teoría, el hecho es que no se podría sostener el relato histórico sin la aparición de los tupamaros, que sacaron a los militares de los cuarteles. Esto no exculpa, por cierto, a los generales de entonces, pero es incuestionable que sin «guerra interna» no había golpe de Estado.

Es verdad que en los partidos democráticos hubo divisiones, intemperancias y personalismos, que llevaron a errores de apreciación. Pero no se pueden poner a la misma altura la equivocación política y el asesinato o el secuestro.

Es verdad también que fueron años difíciles económicamente, pero hasta el Che Guevara dijo en Montevideo, en 1961, que en Uruguay había una democracia plena a preservar y que el camino de la violencia era un extremo del que estábamos lejos, advirtiendo contra la tentación guerrillera: «Ustedes tienen algo que hay que cuidar, que es -precisamente- la posibilidad de expresar sus ideas; la posibilidad de avanzar por cauces democráticos… sin derramar sangre, sin que se produzca nada de lo que se produjo en Cuba, que es que cuando se empieza con el primer disparo, nunca se sabe cuándo será el último…».

No sería justo, tampoco, dejar de reconocer que mi colega Mujica ha trabajado para la paz, que no ha cultivado el revanchismo y que, tanto él como Fernández Huidobro y el propio Bonomi, por más diferencias que hayamos tenido, no han trabajado para la grieta entre civiles y militares. Pero así como esto es un hecho, también lo es que el Frente Amplio ha sido arrastrado a una actitud revanchista, falsificadora de la historia y abusiva, por grupos políticos y gremiales que cultivan la intolerancia.

Ahí tocamos el corazón del tema. Si en 1973 perdimos la libertad es porque antes perdimos la tolerancia. Y ésta se desvaneció poco a poco, paso a paso, en la década anterior, por la acumulación del recurso a la violencia armada, la desmedida agitación sindical y la transformación de las aulas en campos de batalla ideológicos. Por eso cuando se quieren colgar carteles en los liceos o usar tapabocas con consignas, acaso sin advertirlo, quienes incurren en esos atropellos están trabajando para el debilitamiento de las instituciones. Gente con responsabilidades docentes no debe -porque es una barbaridad- ir a la televisión y decir que como la libertad de expresión es irrestricta, pueden ir con una mascarilla contra una ley, sin advertir que mañana podrán aparecer otros con otras mascarillas, que digan «abajo el comunismo» o cualquier cosa que se le parezca. La Constitución es clara, la ley es clara y la historia es clara. Por eso fue una atrocidad aquella proclama de los Inspectores de Secundaria exhortando a votar al Frente Amplio, cuando la ley dice que el que haga «proselitismo» o «invoque el vínculo» con el organismo al que pertenece, debe ser destituido.

Estas evocaciones, entonces, tienen sentido si suponen asumir responsabilidades. Ni siquiera se trataría de esos pedidos de perdón tan a la moda, pero sí -por lo menos- de que se acepte cómo fueron los hechos y que no pueden repetirse aquellas prácticas que nos fueron llevando a un mundo de intolerancia y confrontación que resultó suicida. Los «nunca más» -tan repetidos- no valen solo para los golpes militares sino para todas las formas de violencia, para el adoctrinamiento en la docencia y el abuso en la vida gremial.