Por Julio María Sanguinetti (Correo de los vieernes)
Un nuevo aniversario de aquel triste 27 de junio de 1973, en que se cerró por la fuerza el Parlamento, vuelve a dar lugar, por decir lo menos, a las más extravagantes consideraciones. Para empezar, la muy lamentable del Frente Amplio, asociando el golpe de Estado con el actual intento de referéndum contra la LUC, que sería una suerte de liberticidio. Si no resultara ridícula, sería indignante la comparación. Pero, en todo caso, es entristecedora, porque revela hasta qué punto esos vastos sectores antidemocráticos que anidan desde siempre en el Frente Amplio siguen allí, al pie de su intolerancia y su afán de mentir a destajo y sin pudor.
En términos más generales, vuelve a ocurrir lo que se reitera año a año, que es la exculpación de la guerrilla tupamara, que en los años 60′ trajo a la política del país la violencia armada. Eran tiempos de gobierno colegiado y ni la palabra del Che Guevara en la Universidad de la República, en agosto de 1961, sirvió para detener ese extravío revolucionario que estuvo en el origen -y en el final- del proceso que llevó a la caída democrática.
No se pueden relatar los hechos, eligiendo unos y desechando otros arbitrariamente. Tampoco todos tienen el mismo valor en el terreno de la caída institucional. No es lo mismo el error político de un dirigente, por grave que fuera, que secuestrar a un embajador o fusilar a cuatro soldados por la espalda.
Suele decirse, todavía, que los tupamaros combatieron a la dictadura, cuando toda su acción, desde 1963 hasta 1973, estuvo dirigida específica y expresamente contra la «democracia burguesa» y sus instituciones. También suele decirse que el golpe de Estado se dio para combatir a la guerrilla tupamara, cuando en realidad ya estaba absolutamente derrotada.
Estos son hechos. Lisos y llanos. No son interpretaciones y quien quiera aproximarse al tema con un mínimo de honestidad, debe partir de ese reconocimiento.
Naturalmente, un golpe de Estado rara vez es el resultado espontáneo de un momento, sino la consecuencia de un proceso. Y el golpe de 1973 no escapa a esa regla. Podemos hablar de 10 años, desde que se inició la violencia guerrillera hasta febrero de 1973, en que los mandos militares, victoriosos en su confrontación a la rebelión armada, asumieron un rol político y allí subordinaron al gobierno civil. Ese fue el inicio del golpe, que culminó en junio, pero que ya estaba en ejecución desde febrero. Y aquí importa recordar que el Frente Amplio como partido y la CNT como organización sindical, miraron con simpatía el programa del golpe, definido en los famosos Comunicados 4 y 7 de aquel «febrero amargo».
No tendría sentido esta recordación si no fuera por esa machacona prédica del Frente Amplio en el sentido que, como más tarde muchos de sus dirigentes fueron víctimas de la dictadura, se arrogan una suerte de exclusividad opositora que, lejos de ello, adolece del pecado original de su primera adhesión. Los hechos dicen que pretendieron subirse al golpe y que no se encaramaron porque en los mandos militares predominó la línea dura, que los bajó de un sartenazo.
Algo parecido ocurre con la famossa huelga general, a la que se le atribuye tono de epopeya, cuando no logró paralizar el país, al punto que a los dos días circulaban los ómnibus y el fin de semana siguiente jugaron normalmente Peñarol y Nacional con varios miles de espectadores.
Hasta nuestro respetado amigo Óscar Botinelli realiza un análisis en que toda la quiebra se le atribuye a las fragilidades del sistema politico y no a los enemigos de la democracia. Es verdad que eran años de una transición económica en el mundo que había afectado nuestro crecimiento exportador, con fuertes caídas de precios. Y también que la efervescencia sindical era muy fuerte, porque iba más allá de reclamos gremiales y pretendía también un cambio revolucionario en las estructuras productivas. La revolución cubana de 1959 sacudía la América Latina entera, con un viento revolucionario que había dejado sin margen a los viejos partidos de centro izquierda, socialdemocracia, democracia cristiana o simplemente progresistas, en el sentido habitual del término. El icono del Che Guevara con su boina recorría el mundo, mientras los medios intelectuales y universitarios bullían con ese espíritu de revuelta.
Es en ese clima que se vivía. Y si hubo que dictar medidas prontas de seguridad o adoptar excepcionales leyes de orden público, fue justamente para enfrentar el desborde de una acción de agitación que, combinada con la violencia organizada por los tupamaros, sacudía la sociedad uruguaya.
No puede entonces decirse con simplismo que el MLN fue el responsable de todo, porque la responsabilidad militar no le va en zaga y ha de reconocerse también que el panorama general hizo propicia la posibilidad del quebrantamiento. Tampoco se podría discutir con honestidad, sin embargo, que si se quita la acción guerrillera del relato de la caída institucional, nada tiene explicación. Los militares salieron de los cuarteles porque había guerrilla. El gobierno de Pacheco dio la batalla con la policía y la ganó, hasta que la fuga del Penal de Punta Carretas, a dos meses de la elección, puso todo al rojo vivo y no hubo otro remedio que encargar a las Fuerzas Armadas de la represión.
Eso fue lo que pasó. Que todo pudo ser distinto, es verdad, pero los hechos fueron esos y no se trata de justificar el desastre porque el «sistema político» fracasó. Aquí ocurrió que ganaron los enemigos del sistema, los tupamaros y los golpistas. Circunstancialmente ganaron, porque lograron su objetivo de derribar las instituciones, felizmente retornadas a la normalidad desde 1985. Las paradojas de la vida nos dicen que los militares, triunfantes en su terreno, perdieron luego en el político, cuando quisieron gobernar; a la inversa los tupamaros, derrotados como guerrilla, tuvieron luego clamoroso éxito en la vida política que despreciaron. Y ello hace que muchos analistas serios pierdan de vista la realidad de aquellos años y confundan tanto los hechos como las responsabilidades.